sábado, 29 de septiembre de 2012

Como si fuera tan fácil...

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Pasó mucho rato desde que empezó a llover, y Juan ya había perdido la cuenta de las horas que habían transcurrido desde entonces. Estaba tumbado en el sofá, con la cabeza hundida en el cojín, y de vez en cuando forzaba el cuello para ver si tras la ventana que se situaba en paralelo a él había dejado de llover. Pero cada vez que miraba hacia esa dirección veía llover, y tenía la extraña sensación de que todas las veces que miraba eran, en realidad, la misma. Si no fuera porque en su televisor echaban el partido de las diez y en ese preciso momento el árbitro daba el pitido inicial, hubiera dicho que eran las ocho, o las doce. Pero no las diez.

El futbol no le gustaba especialmente, pero había algo en el ir y venir de la pelota que le hacía sentir en paz, un agradable magnetismo por el que se dejaba poseer durante el tiempo que durara un partido. Encendió un cigarrillo, sin quitar los ojos de la pantalla. Pasado un rato en la calle seguía lloviendo, con más fuerza si cabe. De vez en cuando echaba un ojo para darse por enterado, y al rato, tras unos cuantos vistazos, se dio cuenta de que a veces la lluvia remitía y a veces descargaba con más fuerza que cualquier otra vez. Llevaba más de una hora con la mirada puesta en el televisor, echando vistazos en dirección a la ventana, con las pupilas ya dilatadas y tintineantes, cuando Natalia le hizo volver en si de un grito. Tardó un par de segundos en volver en si. Observó que aún quedaba media hora de partido. Chasqueó la lengua. Luego se levantó perezosamente y se dirigió a la cocina arrastrando los pies.

Unos segundos después Juan y Natalia estaban frente a frente en la mesa de la cocina, que estaba arrinconada en la pared por uno de los lados. Sorbían de las cucharas de sopa, en silencio.

-       ¿Qué te pasa? – inquirió ella al rato.
-       Nada, ¿qué me va a pasar?
-       No sé… estás tan callado… -, dijo, y luego torció el gesto.

Tras la ventana de la cocina también llovía. El agua se precipitaba contra el suelo de forma oblicua, distribuida en miles y miles de gotas independientes que en perspectiva formaban una densa y compacta cortina de líquido. De vez en cuando una racha de viento hacía que las ventanas y las puertas temblaran, y se oían todo tipo de rústicos ruidos percutir por el edificio en silencio, sin zumbidos eléctricos ni bombos metálicos dando vueltas. Una puerta, en algún rincón alejado de la cocina, golpeaba una y otra vez contra el marco, cada vez con más potencia, como si tratara de decir algo y se cabreara al sentirse ignorada. Sólo era una puerta. Un relámpago iluminó toda la calle, pero ellos no dejaron de sorber la sopa. Luego llegó el trueno. La bombilla desnuda que colgaba del techo parpadeó un par de veces, y luego empezó a emitir un molesto zumbido.  Juan cogió el vaso de agua y se lo llevó a la boca. Mientras tragaba agua escrutó distintos puntos muertos de la cocina –el imán de La Cartuja de Sevilla, la tostadora, el mango de la puerta de un anaquel... – y se preguntó si las cosas son realmente cosas o sólo creencias. Lo había oído en alguna parte, en alguno de los documentales que echaban estos días en La 2, o tal vez lo había leído, no lo recuerda, pero el caso es que esa idea había persistido en su memoria desde entonces, y le parecía misteriosa, magnífica: las cosas no son cosas, sino creencias. Por fin, la puta puerta se cerró.

-       Joder, estás de un alegre… -, dijo ella.
-       Sí, ya ves.

El silencio que vino luego fue como un preciso y limpio eco.

-       Ah, Alberto me propuso pasar el puente de noviembre en la casa que tiene en La Molina. Suena bien, ¿no?
-       Sí, suena bien. ¿Pero Alberto también estará allí?
-       Imbécil… -, y sonríe un poco. – ¿Qué tienes contra él?
-       Nada… sólo que me irrita un poco el hecho de que haya metido su pene en tu vagina.
-       No me lo creo. ¿De verdad? ¿Otra vez? -, dice. Juan no responde, porque es obvio que sí, que otra vez. – No teníamos que haber ido ayer a ningún lado. No tenía que haberte dicho nada. Sabía que volverías con esas. Joder, ¿cómo puedes ser así de capullo?
-       No lo sé, si lo supiera no sería así.

Natalia se levantó de repente, arrastrando la silla, sonorizando su enfado. Cogió el plato de sopa a medio comer y salió de la cocina en dirección al comedor, haciendo equilibrios para que el caldo no se vertiera al suelo. Juan observó la escena con curiosidad, y le pareció un tanto ridículo el contraste de tempos: el de levantarse bruscamente de la silla y el de caminar cautelosamente con el plato de sopa en la mano.

Segundos más tarde, después de un estruendo que hizo bailar el juego de tazas de la Toscana, la luz se fue. Todo quedó a oscuras, y más allá de la escasa luz lunar que accedía por la ventana de la cocina y perfilaba algunos objetos, Juan no podía ver nada. El comedor, que antes estaba en su campo de visión en dirección a la puerta de la cocina, ya no estaba. Ya no era. El paso progresivo de Natalia sonó desde el más allá hasta el umbral de la cocina. - ¿Tenemos velas?-, dijo. Juan buscó a tientas hasta dar con la tostadora. Luego deslizó la mano por la encimera hasta el primer pomo de la cajonera. Descendió hasta el cuarto cajón, poniéndose de rodillas. Lo abrió y tentó con las manos la multitud de objetos sin identificar hasta sentir con las yemas de los dedos aquel cuya forma más pudiera parecerse al de una vela. Por suerte, siempre llevaba consigo un encendedor dentro de la cajetilla de tabaco, y a su vez, ésta, en el bolsillo de los pantalones del pijama. Juan pensó que todo hubiera sido más fácil si hubiera tenido en cuenta ese dato antes de empezar a hacer el gilipollas por la cocina. Colocó un vaso de tubo en el centro de la mesa y se sentó. Encendió la vela sin prisa, apreciando el modo en el que combustionaba y luego prendía la mecha, y la colocó dentro del tubo. Entonces cayó en la cuenta de que Natalia estaba allí, sentada, envuelta por el tenue y ámbar halo de luz, con los codos en la mesa y un cigarrillo en la boca. Echó el cuerpo hacia adelante hasta la vela y encendió su cigarrillo. Juan vio sus ojos rojos y humedecidos. En la calle seguía lloviendo, y se le ocurrió que tal vez nunca dejaría de hacerlo.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

naturaleza muerta

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Dejo la luz encendida. ¿Por qué no debería hacerlo? Me pongo los zapatos a toda prisa, cojo el maletín y salgo del dormitorio. Me cruzo con Ana bajando las escaleras, pero no nos decimos nada, ni puto caso. Al voltear la escalera se produce un furtivo contacto visual, pero inmediatamente rectificamos y hacemos como si nada. Cuando cruzo por su lado trato de no respirar, y noto como ella también trata de hacerlo. Ni eso nos concedemos, ni el aire que compartimos. Por un instante el silencio es verdadero –eso es silencio, lo demás son figuraciones–.
Todo lo que ha ocurrido esta mañana en esa casa es culpa mía –de lo de ayer, ¿quién se acuerda?–, pero no puedo hacer nada. No ahora. Cojo las llaves del coche del cuenco donde siempre dejamos las llaves del coche, y los caramelos de menta.

Conduzco sin prestar demasiada atención en nada de lo que hago. Pura mecánica. Acelerar, ahora derecha, ahora semáforo, frenar. Si no tuviera un cuerpo, pienso, ahora sería sólo una nube invisible de problemas circulando por el éter, imposible de eliminar. Una anciana se dispone a cruzar el paso de peatones y reduzco la velocidad hasta detenerme. La señora es todo arrugas y decrepitud, y camina trabajosamente. Viste una camisola azul con estampas de rosas verdes y arrastra tras de si un carrito de la compra, de esos hechos de ropa áspera y dos grandes ruedas y que debe ser el mismo que probablemente lleva arrastrando toda la vida. Pienso que, en realidad, el carrito contiene toda su vida, y por eso apenas puede caminar, porque pesa. Así es imposible darse prisa.

El disco verde se enciende, y la anciana moribunda –¿quién no lo es?– queda atrás en el camino, en algún lugar del mapa. Llegado el momento, abro la ventanilla y saco el brazo para sentir la fuerza del viento. Hago como si mi mano fuera un pez nadando a contracorriente, escabulléndose de las fuertes corrientes, moviéndola de un lado hacia otro en función de la potencia con la que baja el torrente invisible de aire.

En la radio emiten el boletín informativo de las 9:00h, y suena la voz masculina y cálida que cada mañana suena y que con el tiempo se me antoja familiar, amigable y más cómplice que la de muchos seres queridos. La voz lee una noticia acerca de no sé qué político imputado por no sé qué cosa. No tengo cuerpo para oírlo. Coloco el dedo pulgar y el índice sobre la rueda del volumen y dejo al corrupto con la palabra en la boca. Es la única manera de hacer callar a un político y experimentar la felicidad, aunque ambas cosas estén cubiertas por una fina capa hecha de falacias.

Después de llenar el depósito y comprar un paquete de chicles, subo al coche. Al cerrar la puerta el lugar cobra una sonoridad más seca, más sensible a los sentidos. El silencio tiene eco, y el roce de mis perneras se hace patente. Cojo más aire de lo normal y emito un largo suspiro, porque el cuerpo me pide que lo haga, y, en realidad, me siento un poco mejor. Pienso en Ana, en aquel tiempo en el que costaba muy poco arrancarle una sonrisa. Qué bonita se la ve en ese pensamiento, pienso mientras me incorporo de nuevo al tráfico.

Enfilo la glorieta y activo el intermitente derecho. Al tomar la calle que da acceso al polígono lo veo. Hay algo en la cuneta, a unos cien metros aproximadamente de donde me encuentro. Sé que en pocos segundos estaré en posición de ver con claridad de qué se trata, pero ahora no puedo, estoy demasiado lejos, y me entrego a ese absurdo juego al que me entrego –supongo que todo el mundo lo hace– cuando, espoleado por la curiosidad, trato de adivinar qué es aquello que los sentidos me impiden apreciar con certeza. Puede que sea una rama procedente del pinar que flanquea la carretera, arrastrada por el fuerte viento del Empordà hasta ese punto; o tal vez una de esas bolsas de basura repletas –¿de qué?– con las que señalizan provisionalmente la carreteras antes de clavar los mojones; o bien un pedazo de neumático, el vestigio de lo que un día fue un grotesco accidente nocturno. Me digo a mí mismo que no sea ingenuo, que no es nada de eso, que es otra cosa, algo que ya estoy harto de ver a lo largo de ese verano. A medida que avanzo más y más el bulto va cogiendo forma, y se empiezan a descubrir en él matices hasta ahora ocultos: sombras, volúmenes y texturas. Chasqueo la lengua y niego con la cabeza. En cuestión de milésimas al bulto le salen patas, y una pequeña cabeza emerge de la tangente de su lomo, y luego unos ojos, que aún brillan. Es un gato. Un gato muerto, de rayas blancas y anaranjadas, tumbado en decúbito lateral, sobre un pequeño charco de sangre.

Esa noche me cuesta dormir, y trato de clavar la mirada en algún punto de la habitación oscura. Ana se ha colocado de espaldas a mí, al filo del colchón, supongo que para evitar cualquier contacto fortuito con mi cuerpo. Pienso que es como dormir solo, como estar en cualquier otro sitio del planeta menos en esa cama, y no le encuentro ningún sentido. Antes de empezar a fingir que dormíamos hemos intercambiado un par de comentarios. Que si “has sacado el salmón del congelador”, que si “mañana hay que pagar el recibo de la luz”. Ahora, ni eso. Me levanto, salgo del dormitorio sin hacer ruido y bajo las escaleras hasta el salón. Me tumbo en el sofá y me duermo viendo uno de esos concursos estúpidos que echan de madrugada por la puta tele.

La mañana siguiente lo vuelvo a ver. Dejo atrás la glorieta, y allí está. Exactamente igual, en la misma posición en la que estaba 24 horas antes: en decúbito lateral, los ojos abiertos y el charco, de un color más negruzco. Después de eso y aquello, ya me había olvidado por completo de él, y al verlo de nuevo me invade una sensación de retorno existencial. Un dejavú, que se dice. Aunque, técnicamente no es sino la repetición de un momento real ocurrido pocas horas atrás: yo viendo un gato muerto. Miro fijamente el cadáver a medida que me acerco, sin prestar atención en la carretera. Pienso en el animal sin vida, horas antes, cuando aún era de noche, solo, en el borde de una fría y muda carretera sin coches. Eso es lo que se debe entender como ‘naturaleza muerta’. Siento un cosquilleo asfixiante en el pecho, algo que se mueve dentro de mí. Entonces pongo la mirada en la carretera –o eso parece– y empujo el pedal del acelerador hasta el tope. Alcanzo los 100km por hora, y luego retiro el pie del acelerador, y el coche se relaja, y yo también.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

7 Vidas


Apenas había cumplido diez años y ya había calado en mi pequeño y enclenque cuerpo la idea de que en este mundo, si quieres ser moderadamente feliz, has de ser el mejor en algo. Por aquel entonces no conocía mucha gente, mi mundo “social” se limitaba a mi familia, mis compañeros del “cole” y algún que otro ser difuso que surgía a través de los anteriores. Si a esto le sumas que la televisión ya era para mí el principal canal de información y que a ésta no parecía importarle la inexistencia de ningún tipo de filtro ni explicación, lo normal, al menos para mí, fue suponer que existía una cosa en el mundo en la que cada uno podíamos ser el mejor (de todos los tiempos, si me apuras). Sólo había que buscar; lo de perseverar era algo que habría de abordarse después del hallazgo.

La tarde de autos el objetivo era convertirse en un patinador tan enorme haciendo trucos, tan apabullante en el halfpipe y tan superior en el arte del grinde, que el mismísimo Tony Hawk quedaría ensombrecido y olvidado por la multitud, la cual no tendría más remedio que adorarme y seguirme en mis giras internacionales, convirtiéndose en fervientes compradores de mi merchandising. La cosa no fue tal y como yo la había imaginado al seleccionar mi tabla en aquella pequeña tienda de la plaza del pueblo. De hecho, todo fue al revés.

Con la última cucharada de yogurt y una mirada de impaciencia gané el cielo de la ensoñación. Obtuve mi permiso, corrí a por la tabla, la fundí bajo mi brazo. Lo que siguió fue una carrera desenfrenada hasta el que poco más tarde se convertiría en el parque de mi desaliento. Allí traté de imitar a los chicos mayores que yo, empezando por cosas sencillas, como dar un pequeño saltito o bajar desde un banco de piedra y caer sobre el patín. Hiciese lo que hiciese el resultado era siempre el mismo: mis huesecillos acababan repiqueteando contra el duro suelo del parque (en otro tiempo cubierto de arena), en mi piel batallando el rojo y el blanco más puros del raspón, y en mis ropas cada vez más suciedad y desgarrón.

Con cada caída oía sin escuchar el murmullo de una mujer. Por los comentarios que hacía, no parecía que estuviese en plenitud de facultades, lo que no evitaba que la que entonces me pareció una puta bruja fruto de la endogamia más deplorable, al prestarle atención, me hiriese en lo más profundo de mi ego, pequeño y ya suficientemente maltratado por las propias caídas. Mientras hacía balance intentando averiguar si me dolían más los huesos o la vergüenza, aquella pobre mujer pronunció la única frase que le recuerdo, aquella a la que hoy me has hecho regresar: “Este niño tiene siete vidas, es como un gato”.

Muchos años después, al desvelar los misterios que la vida o el destino o el jodido club Bilderberg me habían deparado (me fumo un puro en la noche oscura del alma), llegué a creer en la posibilidad de que la demencia de esa mujer fuese un enigmático canal con lo sobrenatural, en que ciertamente podía tener siete vidas, “como un gato”. Cree mi propia identidad secreta, la del hombre gato. Los siete hombres gatos. Y así seguí mi camino, que era mío y de nadie más.

Hasta que llegaste tú y contigo el giro copernicano de la teoría de la bruja del parque. La esencia se mantuvo con tu aparición cuasi-onírica; el niño seguía teniendo siete vidas, sin embargo,  descubriste que ninguna de las siete vidas a las que aquella pobre chiflada se refería le pertenecían en realidad. Sus siete vidas no eran sino las siete mujeres que amaría en su vida, ni una más ni una menos.

 Darme cuenta de que con tu tacto habías descifrado un épico sino me conmocionó. No dije nada. Me limité a admirarte, a cuidarte como a mí me hubiese gustado ser cuidado, me limité a alargarme la vida. Ya había contado algún desamor de niñez, más ira en la adolescencia y  el estupor y las lágrimas de mi propio salitre aún estaban frescos cuando te conocí con aquel vestido de lo que por tus tierras llamáis “topos”.  Eso no me dejaba mucho margen. Tú eras la vida del despertar sereno, y contigo a mi lado la prisa no tenía cabida. Si hoy no éramos capaces de todo, mañana nos despertaríamos con ganas de más jaleo, de probarnos, de ponernos ebrios y pelear en un billar.

Hoy me muero por cuarta o quinta vez y pienso en que soy tan joven que lo de aquella tarde en el parque bien pudo ser una maldición, que si soy un gato soy de esos negros que asustan al más pintado en la penumbra del invierno húmedo que le dejas a mis huesos. Pero no, los gatos caen de pie, como Tony Hawk cuando decide que la exhibición ha terminado, y yo sólo supe rodar para lastimar la otra rodilla, buscando el daño nuevo que evita el viejo. Supongo que aquella sólo era una bruja loca que se burlaba de un niño triste. Que el giro copernicano no fue. Que ni tú eres mi vida, ni yo tengo siete que malgastar. 

jueves, 19 de julio de 2012

Las cosas por su nombre


A veces pasa que cuando no le sabemos poner nombre a las cosas esas cosas repercuten de un modo más turbulento en nuestra vidas. Cuando lo que sucede alrededor nuestro escapa de nuestra comprensión y altera nuestro interior, parece que todo es más complejo de lo que es.

Nacemos sin saber y aprendemos a base de golpes. Por eso no sabemos que es exactamente el fuego, no del todo, hasta que pones la mano sobre él. Luego atas cabos: el fuego es naranja y amarillo, y a veces azul; el fuego oscila; el fuego no se puede coger, ni contar; el fuego calienta; el fuego calienta tanto que, si coloco la mano encima, quema, es decir, duele, es decir, no debo tocarlo. Y todo aclarado.

Esa nueva información almacenada en tu hipocampo te hace más fuerte, más astuto y prevenido. Te convierte en un ser más capacitado para la supervivencia, y reduce la probabilidad de sufrir quemaduras a un 1%. La gestión de las cosas es más fácil cuando conoces el alcance que pueden tener esas cosas sobre tu existencia. Por eso es bueno saber que toda esa confluencia de factores químicos, físicos y demás constantes de la naturaleza (que pueden hacerte pupa) pueden resumirse en la palabra ‘fuego’. Para decir: ¡Cuidado, es fuego! De lo contrario, sería fácil acabar carbonizado antes de ni siquiera comprender la causa de tu muerte. Es economía de pensamiento, mucho más fácil que la que nos horada los bolsillos.

Es por eso que cuando se es niño y juegas a futbol en el patio del colegio y otro niño no quiere pasarte el balón porque te considera poco menos que unaputamierda nace de tus entrañas una especie de fuerza maligna e indomable que modifica tu comportamiento para con ese niño –y, por extensión, ante la vida y sus futuras versiones– actuando de un modo más receloso y contenido. Y más adelante –aunque hayan pasado horas o días, o según el desplante, meses o años–, él necesite algo de ti y te reclame, esa fuerza que parecía extinguida, que no has digerido como es debido, resurgirá como un géiser salpicando a todo lo que esté cerca*. Ahora bien, ¿y si a ese proceso lo llamamos ‘rencor’? Sintetizar todo un complejo proceso emocional en una palabra no puede ser sino algo beneficioso para afrontar con solvencia los dilemas e imponderables de la vida.

Cuando tratamos de dar con la solución de un problema no hacemos otra cosa que procesar miles de conceptos y palabras con el fin de encontrar su matriz, esa palabra o frase soterrada sobre un montón de paja conceptual que nos abra los ojos, que acabe con la incertidumbre y hacer así de nuestra existencia un lugar apacible y bajo control. Como ir desbrozando mala hierba, abriéndote camino por una selva agreste en busca del catártico mar.

Y es que cuantos más conceptos se condesen en una palabra, con más facilidad alcanzaremos la verdad que buscamos. Cuanto más concisas sean las palabras (asociaciones de ideas) que pertrechen nuestro proceso mental, más fácil será resolver nuestras pesquisas emocionales y comprender con mayor amplitud el porqué y el cómo de nuestras acciones.

Un profesor nos dijo una vez: “El pensamiento son palabras, y quien piense lo contrario que lo diga”. Amén a eso.


*El ejemplo expuesto es el de un niño porque es en esa etapa de crecimiento emocional en la que somos más vulnerables. Aunque cabe decir que nunca dejamos de serlo, y el rencor, así como otras turbulencias emocionales, son parte de nuestra vida de principio a fin.

lunes, 2 de julio de 2012

BLACK MIRROR: ¡ZASCA!




Hasta ahora ningún creador audiovisual había plasmado la consabida era tecnológica y social en la que nos encontramos con la precisión y maestría con la que el periodista y guionista Charlie Brooker ha cincelado, en mi opinión, la mejor obra audiovisual del año. Black Mirror no deja indiferente; no puede dejar indiferente, es imposible que deje indiferente. Aquel que no sienta una sacudida interna después de la proyección tendrá razones para viajar a otro planeta, uno inhabitado tal vez. Y es que Black Mirror es un ácido retrato de nuestra era, y nadie (por inclusión o por omisión) puede sentirse ajeno a él. Porque es periodismo preventivo. Una hipérbole social, pero traída a tierra. Un augurio razonable. Una revisión orwelliana amoldada a nuestro tiempo. Una patada al posmodernismo, en los mismísimos, señores.

Si bien es verdad que los tres episodios que componen esta reluciente perla (otro sentido aplauso para la ficción británica) se podrían consumir y digerir de un modo independiente y el deleite sería el mismo, es tras el visionado del conjunto cuando el respetable siente que algo ha crujido en los más nuclear de su cerebro.

Más allá de eslóganes y sintéticos pruritos para atenazar vuestro interés: Black Mirror es un compendio de lo que internet, los mass media, el progreso tecnológico y los nuevos mecanismos de interacción humana pueden representar en una sociedad global, complaciente y cínica como la nuestra, en la que la vida humana ajena puede ser percibida como una entretenida entelequia sólo real tras la pantalla y en la que, por ello, todo sufrimiento proyectado a través de ella no tiene porqué ser correspondido por el que está enfrente. El político, el concursante, todo ser que sea absorbido por el agujero mediático se puede convertir en eventual bufón de la aborregada y auto-consciente masa global, sin recibir siquiera opción a indulto.

También en esta sociedad prevista por Charlie Brooker vemos como las relaciones humanas y los sucesivos sentimientos deben afrontar nuevos y complejos escenarios de interacción (¿os imagináis tener implantado en vuestro cuello un chip que os permitiese almacenar todo aquello que véis y reproducirlo en una pantalla siempre que quisierias?) dejando obsoletos los razonamientos que apelan a lo abstracto, a los recuerdos, a las conjeturas inconcluyentes... sugiriendo una replanteamiento no sólo a una escala interpersonal (relaciones humanas), sino también sistémica (justicia), lo cual invita a pensar en, ni más ni menos, que la fundación de una nueva e hipotética civilización regida bajo otras leyes y otros modos de interacción humana. Ahí queda eso.

Y es que Charlie Brooker dibuja tres universos razonables (cada uno ubicado en un distinto punto de una intuitiva y posible línea de progreso) habitados por personas que sufren los imponderables efectos del aplaudido progreso tecnológico y social. Youtube, la omnipresente publicidad, la naturaleza reafirmada del homovidens, los mundos construidos a medida de una libertad conveniente, el anhelo de ser androides, el control sobre el tiempo… hay albergados en esta miniserie infinitud de temas, reflexiones, debates sin explorar (lo cual no es una bicoca, dado que la historia ya ha procurado dar respuestas a todas las incógnitas que ha dispuesto el camino). Decenas de profundas grietas sobre nuestro mundo nacen de este preciso y letal impacto que es Black Mirror.

No leáis más. Estáis perdiendo el tiempo. Absorbed y disfrutad cada segundo de las poco más de dos horas y media en las que sucede este catártico chute ficcional (o no tan ficcional). Hacedlo y os veréis reflejados, para bien y/o para mal.  Avisados.

miércoles, 27 de junio de 2012

Tejedoras


Una de las más extraordinarias formas de inculcar una idea se consigue de una manera muy simple: olvide la repetición constante de órdenes sencillas, complicadas técnicas conductistas e incluso los buenos y nobles consejos; tan solo es cuestión de aguja e hilo. No voy a inmiscuirme en extensas reseñas historiográficas ni en citaciones experimentales contrastadas; recurriré a la simple y llana observación de los hechos cotidianos.

Póngase el uniforme verde el individuo, persona sin cara ni rostro; apelo a la impersonalidad más absoluta. Imagina la cámara y los micrófonos, o no, y a pesar de esta escasa inventiva, en su mente relumbra el letrero que a todos nos acompaña. Piense en cualquier nombre y apellido, repito que es lo de menos, atento a lo fundamental: el rol. Robert D., el guarda. Él es el guarda, su nombre y apellido no nos incumbe a nadie, ni a él, ni a quienes vigila. Presiente el uniforme, abarca su color y textura el campo visual, los ojos avizores durante toda la noche, mueve meticulosamente las cuerdas que delimitan el pasillo por donde pasa el ganado, no vaya que alguien se escape por la más mínima estrechez, y menos en su jornada laboral; no soportaría frustración tan aberrante. Da la ronda, sisea, clama orden y silencio, es autoritario, recto, pulcro. La porra cuelga del cinto, es disuasoria, bien lo sabe y bien recalcada dejó la orden su superior en la charla de bienvenida, pero es ineludible que en las horas muertas de vigilia artificiosa, mientras flotan los cadáveres en el río entre el croar de las ranas y la luz de los fluorescentes perturbe la melatonina, piense en que un pequeño alboroto del gentío, de los jovenzuelos vagos, insolentes y jaleosos, le lleve a emplearla, primero para decir quién manda aquí, sí, él es el guarda. Quizá unos golpecitos en los cachetes de las chicas. Pero cómo incordian, tirados por los sofás disipadamente y bebiendo a pesar de los carteles que lo prohíben. Debiera pues atizarles con un poco más de benevolencia, eso es, bien lo merecen. La contundencia es necesaria para el orden, la moral se impone a base de hematomas, las escayolas de yeso son la máxima expresión de la rectitud, y se ve a sí mismo fracturando tibias, provocando contusiones, hemorragias subdurales ante el frenesí frenético de su prolongada responsabilidad, impuesta y ficticia. Ya vimos la “Tercera Ola”, los carceleros y los encarcelados, los chinos corporativos que fanáticamente defienden su empresa por un cuenco de arroz a la semana, los arrodillados ante los altavoces del Bósforo, las pisadas metálicas geométricas tras los tanques.

Se apagan los interruptores, el relevo, turno sin incidencias, escribe y rubrica. La mansedumbre en tierra de nadie refuerza el ego, las guillotinas de plástico no asustan a nadie, es más, son contraproducentes porque juegan con las ilusiones de los dominantes que creen que dominan con el látigo los leones encerrados en el armazón de Chernobyl. Bobby, se llama. Es libre la tarde del miércoles, las zapatillas deportivas manchadas de grasa, las monedas sueltas en el bolsillo y el sol en el horizonte que invita a saltar las alambradas. Arden los contenedores, silbatos y pancartas con eslóganes de décadas pasadas. Escapa y se cobija en el libertinaje y el grito a la esperanza del mañana. Pronto volverá a disfrazarse, llevar la insignia en su pecho y custodiar a los que como él ahora cantan a la utopía.

viernes, 22 de junio de 2012

I LOVE... ME


Hoy iba andando por una de las sempiternas callejas salmantinas cuando he visto a una chica que lucía una de esas camisetas que rezan: I LOVE (éste representado en un corazón) NY. La apreciación, por irrelevante, no tiene nada de particular. De hecho, cada día vemos decenas de ese tipo de camisetas ‘suvenir’ que informan sobre la existencia de algún lugar y que sugieren que quien la viste o algún allegado de éste ha estado en equis punto geográfico del globo. Las camisetas ‘suvenir’ son parte de nuestro imaginario universal, son parte de una suerte de armario común del que todos nos hemos servido alguna que otra vez. Así pues, el ser humano contemporáneo está diseñado para reconocer y aceptar la existencia de las camisetas ‘suvenir’ del mismo modo que asume de forma natural los principios de la física o la ineptitud política.

Dicho lo cual, queda preguntarnos: ¿Y a mi qué coño me importa que ames Nueva York? Quiero decir, ¿por qué tienes la necesidad de proporcionarme esa información? ¿qué quieres de mí, completa desconocida? Creo que tratas de decirme que un día estuviste en Nueva York, que te enamoraste del lugar y que fue una experiencia vital tan gratificante que sentiste la necesidad de compartir ese jocoso momento con el resto de los mortales, a sabiendas de que Nueva York, sobre todo, mola más que la mierda de ciudad en la que ambos habitamos (que no tiene porqué, pero así lo cree ella). Algunos diréis: “¿qué más da? Si le gustó Nueva York y quiso tener un recuerdo de la ciudad ¿por qué le molesta a este mindundi?”. A los que opinen así, yo les digo: ¿qué más me da? Si le gustó Nueva York y quiso tener un recuerdo de la ciudad ¿por qué lo comparte conmigo? ¿Por qué no se ha comprado un taza de café, o una pequeña figura de la Estatua de la Libertad, o un imán para la nevera del Empire States? La respuesta es que todas esas cosas no brillan, no se pueden lucir, con lo cual nadie, más allá de aquellas personas que compartan techo con ella y los allegados, sabrán de su envidiable mundanidad. ¿Hay cosa más trágica que realizar un viaje idílico y que, de vuelta a la vida cotidiana, nadie pueda constatar ese hecho? ¿De qué sirve, entonces, cumplir los sueños comunes al resto de la humanidad, si el resto de la humanidad no es testimonio de tan glorioso triunfo? 

La prueba de que enfundarse una camiseta de este pelo no es una decisión arbitraria es que nunca, o en raras ocasiones, esa ciudad es una ciudad cualquiera. Nunca es Benidorm o Ponferrada o Matalascañas. Suelen ser ciudades de referencia en el ideal Occidental: Los Ángeles, Barcelona, Berlín... y suelen ser camisetas con un acabado aséptico, calculado, sin alma, rayanas al logotipo. ¿Dónde han quedado esas fabulosas camisetas de fantasía, llenas de colores imperfectos, con ese particular efecto desaturado, en las que un delfín, una palmera, un islote o un ancla ensalzaban junto a una leyenda, en generosa tipografía y convenientemente arqueada, las bondades de ese pueblo en el que veraneaste un par de semanas: ‘SANTA POLA, TRADICIÓN DE SALITRE’? Y es que hubo un tiempo en que lucir una camiseta ‘suvenir’ era señal de humildad, de sencillez y estima hacia lo local y hacia las cosas pequeñas de la vida. Nadie se sentía ofendido, nadie cuchicheaba a espaldas de quien vestía con orgullo y solera una camiseta estampada con una ensaimada, la Alhambra o una paella. Ahora, la globalización de los ideales ha convertido emplazamientos de ensueño como Torremolinos o Oropesa en poco menos que un estigma geográfico. La ciudad que se pregone en una camiseta ‘suvenir’ posmoderna debe cumplir unos mínimos de glamur. Debe gozar de cierto prestigio en el imaginario consabido por los congéneres de Occidente. Nueva York, París, Londres, Roma… grandes joyas de la corona terráquea, las bombillas brillantes del mapamundi, testimonios de la historia, buques insignia del progreso y la moda… ¡Lugares de los que un terrícola pueda sentirse orgulloso!

Creo que todo esto versa sobre la felicidad, y sobre la necesidad humana de reafirmarla a través de la de los demás. Parece ser que el grado de felicidad lo determina el hecho de que la gente considere la propia felicidad menos interesante que la del vecino. “El vecino ha estado en Nueva York, qué cabrón. Y yo currando”. Y el que ha ido a Nueva York, a sabiendas de cuál será la reacción del vecindario (puesto que él también la ha sufrido), se convierte, por un instante y para su regocijo, en el epicentro de SU universo, a ojos de los que le rodean. Joder, no hay mayor nutriente vital que el que alimenta el ego. Digánselo sino a... cualquiera. Nuestra felicidad pasa, al final, por ser, -mediante una convención que nos dice cuál es el ideal de felicidad-, mejor que la del otro. De algún modo, nos complace no ser los rezagados. Saber que hay gente que vive peor que nosotros. Encontrar nuestra nube de consabida felicidad. Y sobre todo, decirle al mundo que nuestra vida no está nada mal, e incluso que está mejor que la de la mayoría de nuestros congéneres (aunque luego sea humo*), y saber con tremendo gozo que, al final, el mundo te va a dar la razón. Es gasolina para el ego. Un motivo para seguir vivo y soñar que, tal vez, el próximo destino sea la Luna. Eso sí sería la hostia. Y que hubiera una tienda suvenirs en la que vendieran camisetas I LOVE THE MOON.

* Y dicho lo cual, momento para la auto-crítica: tengo una camiseta de Los Ángeles, y nunca he estado allí. Tengo otra de Las Vegas, y sí, he estado. No tengo ninguna de Benidorm, pero todo llegará…

miércoles, 20 de junio de 2012

Me basta así. A.G.


Estos días he estado ausente por motivos académicos que ahora no vienen al caso. Esos mismos motivos han hecho que mi producción de cara a las aportaciones al blog haya sido nula, cero, principalmente porque no he tenido tiempo para escribir nada medianamente decente. Por eso, en esta ocasión, la entrada no consiste en la aportación de una creación original, sino en una recomendación.

El poema que se transcribe a continuación, el archiconocido "Me basta así" de Ángel González, es con mucho mi poema favorito. No por una concentración de símbolos especialmente evocadora, ni por la utilización equilibrada de los recursos y figuras poéticos, ni por su ritmo (tiene más del que parece a "primera leída"), sino por la idea central, por la idea madre de todo el poema, la cual es sin duda la cosa mas hermosa que se puede decir a una mujer -por su parte, el ser más hermoso sobre la faz de la tierra (guiño)-. 

Porque no es posible, al menos yo no lo concibo, llevar la pasión y la admiración por una persona a un lugar más elevado que al que las lleva en este poema Ángel González. Esta idea central consiste, a mi entender, en decirle a otra persona que su existencia y su amor le convierten a uno mismo en un ser que trasciende, ya no lo humano, sino lo divino, en un ser liberado de deseos y anhelos terrenales, alguien completamente en paz. En definitiva, es la muestra del amor infungible más acojonante que jamás leí.

Cada vez que leo este poema pienso en ella. No os asustéis. Con ella me refiero a la mujer que en su día inspiró su redacción. Todos los poemas de amor tienen su musa. La de Ángel González tenía que ser de otra galaxia. ¿Nunca os habéis preguntado por "ellas"?¿Por esas mujeres capaces de liberar al poeta y llevarlo a las cotas más altas? Estaría bien que se plantease un debate acerca de la inspiración en este foro ... guiño, guiño; piso, piso .... ;)

Disfruten ...


ME BASTA ASÍ
 


Si yo fuese Dios 
y tuviese el secreto, 
haría un ser exacto a ti; 
lo probaría 
(a la manera de los panaderos 
cuando prueban el pan, es decir: 
con la boca), 
y si ese sabor fuese 
igual al tuyo, o sea 
tu mismo olor, y tu manera 
de sonreír, 
y de guardar silencio, 
y de estrechar mi mano estrictamente, 
y de besarnos sin hacernos daño 
—de esto sí estoy seguro: pongo 
tanta atención cuando te beso—; 
                                entonces, 

si yo fuese Dios, 
podría repetirte y repetirte, 
siempre la misma y siempre diferente, 
sin cansarme jamás del juego idéntico, 
sin desdeñar tampoco la que fuiste 
por la que ibas a ser dentro de nada; 
ya no sé si me explico, pero quiero 
aclarar que si yo fuese 
Dios, haría 
lo posible por ser Ángel González 
para quererte tal como te quiero, 
para aguardar con calma 
a que te crees tú misma cada día 
a que sorprendas todas las mañanas 
la luz recién nacida con tu propia 
luz, y corras 
la cortina impalpable que separa 
el sueño de la vida, 
resucitándome con tu palabra, 
Lázaro alegre, 
yo, 
mojado todavía 
de sombras y pereza, 
sorprendido y absorto 
en la contemplación de todo aquello 
que, en unión de mí mismo, 
recuperas y salvas, mueves, dejas 
abandonado cuando —luego— callas... 
(Escucho tu silencio. 
                     Oigo 
constelaciones: existes. 
                        Creo en ti. 
                                    Eres. 
                                          Me basta). 


Ángel González 

domingo, 17 de junio de 2012

La cosa más normal del mundo


Un tío normal, de gesto neutral. No es un tío muy extrovertido, pero tampoco un misántropo de esos que se refugian en sus pensamientos porque temen a la muerte y esas cosas. Parece que su misión es estar de paso. Es cínico, pero no un hijo de puta. Lo es porque no se siente parte de lo que le rodea. Acostumbra a estar solo. Viste chupa y un gorro, casi siempre. También fuma, y eso le confiere una imagen solemne que tal vez no corresponda con su manera de ser y sí con un cliché.

Cree que el mundo está corrompido, lo ha leído y lo ve. Sobre todo lo ve. Lo ve en la gente, en el repertorio limitado de perfiles, en las acciones, en los gestos y la palabras que articula el prójimo. Ve una cosa pero entrevé otra. Ve un extraño doble fondo en las personas. Ve cinismo, ve un pensar y un hacer malintencionado, ve apatía y trivialidad y mucha estética. Ve la estética del consumo, la identidad ofertada en estantes de un supermercado existencial. Ve algo parecido a ser alguien, un remedo de algo humano. Ve al hombre rendido a la exacerbación del hedonismo, aspirante de un ‘todo’ al que ni Zeus tiene acceso. Ve la soberbia de algunos. Ve como éstos ejercen un poder inexacto sobre otros, y éstos se lo tragan a paletazos, sin reservas. Ve sangre, dolor, muerte y prejuicios absorbidos por el mullido tacto de un sofá. Ve odio que se alberga en pos de un mundo mejor, que no es el de todos, sino del que alberga odio. Ve un estado del bienestar que no está bien, que sólo está bien para quien sepa qué coño es el bienestar. Y en nombre del progreso… También en los que abogan por él, por el progreso a cualquier precio, ve su ceguera.

A veces piensa en el suicidio. A veces piensa en matarse, de modo que algo cambie. La muerte cambia las cosas de un modo radical, para el que muere y para el que aún debe morir. La muerte ajena nos hace tomar consciencia de nuestra vulnerable y caduca humanidad. Piensa en pegarse un tiro delante de un ayuntamiento, o alguna mierda así. Y que se joda todo el mundo. Piensa en ser un mártir en funciones, sin rango de oficialidad, sin pretensiones de posteridad, sólo ser la sacudida definitiva para esas mentes que viven bajo la falaz sensación de libertad y horizontes crepusculares. A veces piensa que si fuera un héroe debería combatir a muchos villanos y no sólo a uno, como suele ocurrir en las películas. Piensa que el rol del villano se ha pluralizado, ha viralizado y está en cada casa, en cada cama, en cada sueño. Hoy en día ser villano es lo más natural del mundo, es la más humana e instintiva de las acciones del hombre. Por eso hay muchos villanos. Por eso hay poco héroes. Piensa que somos seres pasivos que medran bajo el amparo de una condición heredada: ser hijos de su tiempo. 

A veces piensa que soportaría una paliza, que soportaría una tortura, que soportaría el dolor en todas sus variables. Piensa que morir no es nada especial. Morir es una consciencia, un concepto cuyo sentido sólo se asume en vida. Piensa que es un cuerpo. Piensa que es carne, sólo masa, sólo cosa. No piensa en el más allá, ni el más acá. Piensa, piensa, piensa... y le gustaría no hacerlo.

Piensa en levantarse del sofá y hacer algo definitivo. ¿Acaso no es lo que hace la gente a todas horas?

sábado, 16 de junio de 2012

Promesas


Salgo al balcón armado con una efímera barrita de tabaco y un mechero ligero que piensa ya en herencias y legados. Hago girar la ruleta y la chispa y el escaso gas encienden la llama, tal y como nosotros hiciéramos un día, como si todo el gas y todas las chispas del cosmos no tuvieran más misión que iluminar la noche húmeda en que te pienso.

 El viento hace rugir la llama, que se debate entre la vida y la muerte, adquiriendo por momentos el tono azulado de unos labios inertes. Por fin, enciendo el cigarro. Doy una fuerte calada y expulso el humo de forma vehemente, ocultando un suspiro en la bocanada. Ese humo dibuja tu cuerpo en el cielo encapotado. ¿Quién dice que la pareidolia es una jurisdicción pueril?

Con la banda sonora del crepitar incandescente y de los coches que transitan la avenida te imagino desnuda en tu cama, envuelta en un ovillo de seda. Cuánto envidio esas sábanas que reciben la caricia de tu piel. Cierro los ojos y saboreo en la distancia el sudor salado  que se desliza por tu hombro y enredo tus bucles graciosos en mis dedos.

Deslizo mi mano lentamente desde tu pecho a tu ombligo y ahogas la nota de un saxo contra la almohada. Sonríes con los ojos cerrados, apretados, mientras tu pulso se acelera y el vello se eriza. Humedeces tus labios antes de entrecortar la respiración, ahora jadeo.

Tu boca se abre para dejar escapar el alma y tu mano se funde en mi cuello, como para evitar una huida. El mundo se impregna de un blanco luminoso y el frío y el calor, por un instante, son la misma cosa recorriendo tu espina dorsal. Al final, la marea se retira y nos acurrucamos oliendo a café recién hecho, en silencio. Abro los ojos.

 El pitillo claudica y yo vuelvo dentro a pensar en más formas de romper las promesas sin romperlas. Otras formas de no hacer lo que no me sale de dentro. A pensar en algo que me sirva para no arrepentirme al alba. Para sentir que no he tirado mi tiempo ni mis sueños.

José Ibáñez Bengoechea

viernes, 15 de junio de 2012

Miedo y asco (en Salamanca)

Esta tarde, entre dos soporíferas y poco productivas sesiones de estudio, tomé un café con dos buenos amigos. Hablamos de los comienzos en Salamanca, de la incertidumbre, de la soledad ... Y recordé unas breves líneas que escribí a modo de desahogo en aquellos primeros días ... Hoy tienen un sentido distinto a entonces. Estas líneas, a pesar de su escaso valor artístico, siguen cumpliendo la función de hito que un día, con otro matiz y desde otro prisma, ejercieron. Es por eso que he decidido compartirlas ...


Sabes que no puedes culparme.

Como yo, llamarías hermano
y ofrecerías tu sangre
al primer desconocido que te tendiese la mano
o te sonriese un instante.
Aquí la familia es importante.

Mis pupilas dilatadas y mis manos temblorosas se alimentan del mismo hedonismo caduco y ensordecedor que las tuyas. Brindemos una vez más por nada.

Es el triunfo del exceso,
de vivir al peso y al día,
de renunciar sin previo aviso a la poesía,
al calor;
al “siempre serás mía,
al menos en mi corazón”.

Pero no temas, conozco el sabor del salitre y el susurro de las yemas de los dedos al acariciar sin látex de por medio, a pecho descubierto, a tumba abierta. Te los mostraré cuando quieras.

José Ibáñez Bengoechea

jueves, 14 de junio de 2012

Hay que joderse


Estaba despistado, absorto en mis pensamientos. Intentaba descifrar la letra de la canción de los Planetas que sonaba en aquel local abarrotado. En ese instante los vi, eran unos zapatos de charol blancos impolutos. Me detuve en ellos un instante sin llegar a creerme lo que veían mis ojos. A continuación, subí por tus medias oscuras hasta tu vestido estampado con flores otoñales, desde tu rodilla a tu escote y, al final del trayecto, estabas tú. Tú y tu pálida sonrisa y tus inmensos ojos y tu pelo a lo cazo; parecías salida de un videoclip de los Yeah, yeah, yeahs.

Experimenté el impulso irrefrenable de poseerte. Se apoderó de mi la misma ansiedad que se apodera del niño en las calurosas mañanas de primavera, cuando, después de jugar en el patio bajo el sol, acude veloz a beber de la fuente y bebe hasta que se siente lleno, completamente saciado, hasta que no puede más, dejando escapar el agua por las comisuras de sus labios.

Acudí a ti sigiloso. Cuando estuve a tu lado, hice lo que mejor se me da: cagarla. Si tan sólo me dieran un céntimo por cada vez que me equivoco… No fui original. Supongo que no soy original. Escupí lo que yo consideraba un halago. Pudiste entender alguna palabra de mi balbuceo etílico, porque respondiste “gracias”. Cuando me presentaste aquella sonrisa como guarnición de tu agradecimiento, sentí el ridículo de verme atrapado por tu gravedad y comenzó el colapso. Creo que ese fue el momento en que asumí que estaba perdidamente enamorado de ti.

Te dije algo en mi huida y me volví a esconder entre el gentío. En ese momento la excitación no me dejaba darme cuenta de lo que acaba de suceder. Había dejado escapar una maravillosa oportunidad y sólo era capaz de sonreír como un idiota, imaginando la próxima vez que te encontrase.  Entonces sí, entonces sonreiría, me mantendría firme y te hablaría sin tapujos y tú me volverías a sonreír y la felicidad me guiñaría un ojo. Hay que joderse.