¿Y qué pasa si no quiero reprimirme? ¿Qué pasa si paso de
misterios, sutilezas y hostias? No tengo el control total sobre mis emociones –¿quién
lo tiene, eh?– y a veces vacilo aunque me gustaría no hacerlo y parecer una
persona sumamente ponderada, imperturbable a mi entorno incluso, y sobre todo
seguro de mi mismo, de natural, pero no, esto es insostenible, no puedo fingir
todo el puto día que soy una persona guay, porque esta máscara tiene fisuras,
¿me oye? ¡tiene fisuras! y a veces digo y hago estupideces, claro que sí, digo
y hago cosas con muy poco carisma, difíciles de arrancar un ‘oh’ o un suspiro
en la intimidad de cada cabeza. A veces soy un pollo sin cabeza. Sí. ¿Y qué?
¿Qué pasa? Se llama pureza. Se llama humanidad. Y no es simétrica, para nada. Me
toca los cojones esa voz aleccionadora que quieres hacer tuya pero que no eres
capaz de aplicarte. Cómo si alguien pudiera… venga cojones, yo al menos soy
consciente de mi imperfección y no espero que los demás sean capaces de rehuir
esa naturaleza; porque me gusta ser imperfecto. Claro que me gusta. ¿Cómo no me
va a gustar? Me gusta ser imperfecto. Lo diré mil veces si es necesario. Me
gusta, megusta, megustamegustamegu… No me gusta ser un puto robot capaz de
calcular cuál es el movimiento más acertado para cada momento y contexto y puto
escenario posible. Eso no me gusta. Me gusta no ser un robot. Claro. Qué puto
agobio. Sí, un puto agobio, eso es lo que es esto que pretendes que haga: ser
distante y enigmático, a ratos, prohibiéndote el acceso a esas zonas oscuras de
mi persona para estimular tu curiosidad hacia mí, y digas ‘oh, creía conocerlo,
pero siempre me sorprende y ofrece facetas inexploradas, ¡parece infinito! qué
chico más querible’; pero también, a ratos, ser entregado, ser sincero, ser un
libro abierto para ti, y un chico que abrace, que se entregue a la piel e,
incluso, sea algo meloso, y digas ‘oh, qué cielo’. ¡No soy un puto personaje de
cine, hostias! ¿Qué cojones quieres? ¿Quieres carisma ilimitado? ¿Quieres a
Ryan Gosling? ¿Quieres un Diario de Noa?
Pues lo siento. Yo soy sólo una persona.
El Pecado de la Hipsteria
Ser "mainstream" porque no ser "mainstream" es muy "mainstream" (*FB)
jueves, 4 de julio de 2013
martes, 2 de julio de 2013
Tony Soprano: se nos fue un padre
Lo que no hizo hábilmente David Chase en ocho años –y gracias– lo ha hecho un infarto. Se entiende la frivolidad: tras sobreponerse a los balazos, a los incesantes jamacucos, a una madre psicokiller y demás infortunios, que Tony Soprano haya terminado así, de golpe, sin cliff hunger, sin estimular la ingenuidad del espectador con un desenlace ambiguo, sin opción a capítulo extra, es poco menos que decepcionante. Cuando se conecta con el mundo de la ficción de un modo no tan superficial como se supondría tratándose esto de una mentira encubierta de realidad, cuando una serie es capaz de mimetizarse en la realidad del espectador, es que algo se ha hecho bien. Ese algo es Los Soprano, serie de culto, ficción que se trasciende a si misma para convertirse en verdad paralela a la propia. Es por eso que la muerte del actor en este caso es sentida como la muerte de algo más que lo carnal. Mueren actor y personaje, indisolublemente.
James Gandolfini, la
insustituible encarnación del mejor personaje de ficción que haya parido la
televisión moderna, ha muerto a sus solamente 51 años cuando se encontraba de
vacaciones en Italia. Sí, Italia. No puede sino llamar la atención que haya
muerto allí, en tierras itálicas, lugar de encuentro entre personaje y actor -más coba para la mitificación-. Una
especie de alineación poética, o algo así. Y es que uno trata de imaginar a
Gandolfini pululando por tierras sicilianas, desquebrajando el manso mar
Mediterráneo mientras engulle cannoli
en la proa de su yate, y resulta complicado, contranatural, no rememorar
escenas de la serie y pensar: ‘así debía ser en la vida real, igualito’. Supones
a James enfundado en una camisa hawaiana, condenada a explorar los límites de su
elasticidad sobre ese barrigón prominente, supones esa actitud aparentemente
desenfadada, de fondo ominoso, de furia tan sólo con escarbar un poquito la superficie,
y también supones esa sonrisa socarrona, preludio de tal vez un gesto torcido o
una mirada infinita, de reverso sangrante, o un bullshit
que anuncia hostias a pares, pero eso sí, siempre en la intimidad de cuando se ve y
se sabe solo, acaso con la compañía de una errática bandada de patos. Dicen
que Gandolfini no se alejaba mucho de su personaje, lo cual no hace sino reforzar esa simbiosis entre la realidad y la ficción, y, coño, jode aún más.
Con su muerte, Gandolfini deja huérfano a un adolescente y a
una niña de dos años. Resulta enigmático imaginar el momento en el que la niña,
pasados los años y ya en uso de sus plenas facultades mentales, le pregunte a
su madre acerca de su padre, que quién era, que qué hacía. “Tu padre era un
actor que interpretaba un mafioso en la tele”, le dirá ella, bajo sonrisa compungida.
Y llegará el día, a previa y larga comida de olla, en que la niña aunará las
fuerzas necesarias para empezar a ver Los
Soprano. Y verá a su padre, lo conocerá. Probablemente del único modo que
lo podrá ver y conocer –o al menos del modo en el que más veces y en distintas
situaciones lo podrá ver y conocer–, que es siendo Tony. Lo que vivirá no se
alejaría a lo que habrá podido vivir cualquier espectador de Los Soprano si no fuera por el hecho
extraordinario de que el protagonista de la serie es su padre. Obvio, ¿no? Sin
embargo, siempre será eso, una espectadora de su padre. Claro, que sus
allegados le explicarán cómo era en la vida real, qué le gustaba comer, qué
leía, qué aficiones tenía. Y seguro que algún video doméstico le servirá para
complementar la imagen real de lo que su padre fue en vida. Pero esa
información no bastará, sólo le
proporcionará una proyección parcial de él, querrá saber más. Y ahí tendrá, a
mano, sobre una balda, la colección de DVD’s de Los Soprano que su padre habría recibido un día de la HBO y que él
mismo colocó ahí. Y de tanto en tanto se sumergirá en ese mar existencial de
dudas, de sangre y raíz paternofilial, cuya respuesta, o cuya aproximación de
respuesta, supondrá con más abundancia en esos DVD’S. Y estará en el sofá de su
comedor, preguntándose quién es, y verá los DVD’s, y se levantará activada por
un no sé qué interno, cogerá el CD1, lo introducirá en su DVD, volverá al sofá,
se acurrucará bajo la manta, le dará al play,
y conocerá a Meadow (a si misma), a
la otra familia de la que, inexplicablemente, se sentirá parte, y cuando se
haya jamado las seis temporadas volverá la mirada hacia la foto de su padre presidiendo
la chimenea y pensará: mi padre es Tony Soprano. Y luego, tal vez, sonreirá.
sábado, 29 de septiembre de 2012
Como si fuera tan fácil...
-->
Pasó mucho rato desde que empezó a llover, y Juan ya había perdido la
cuenta de las horas que habían transcurrido desde entonces. Estaba tumbado en
el sofá, con la cabeza hundida en el cojín, y de vez en cuando forzaba el
cuello para ver si tras la ventana que se situaba en paralelo a él había dejado
de llover. Pero cada vez que miraba hacia esa dirección veía llover, y tenía la
extraña sensación de que todas las veces que miraba eran, en realidad, la
misma. Si no fuera porque en su televisor echaban el partido de las diez y en
ese preciso momento el árbitro daba el pitido inicial, hubiera dicho que eran
las ocho, o las doce. Pero no las diez.
El futbol no le gustaba especialmente, pero había algo en el
ir y venir de la pelota que le hacía sentir en paz, un agradable magnetismo por
el que se dejaba poseer durante el tiempo que durara un partido. Encendió un
cigarrillo, sin quitar los ojos de la pantalla. Pasado un rato en la calle seguía
lloviendo, con más fuerza si cabe. De vez en cuando echaba un ojo para darse
por enterado, y al rato, tras unos cuantos vistazos, se dio cuenta de que a
veces la lluvia remitía y a veces descargaba con más fuerza que cualquier otra
vez. Llevaba más de una hora con la mirada puesta en el televisor, echando
vistazos en dirección a la ventana, con las pupilas ya dilatadas y
tintineantes, cuando Natalia le hizo volver en si de un grito. Tardó un par de
segundos en volver en si. Observó que aún quedaba media hora de partido.
Chasqueó la lengua. Luego se levantó perezosamente y se dirigió a la cocina
arrastrando los pies.
Unos segundos después Juan y Natalia estaban frente a frente
en la mesa de la cocina, que estaba arrinconada en la pared por uno de los
lados. Sorbían de las cucharas de sopa, en silencio.
-
¿Qué te pasa? – inquirió ella al rato.
-
Nada, ¿qué me va a pasar?
-
No sé… estás tan callado… -, dijo, y luego
torció el gesto.
Tras la ventana de la cocina también llovía. El agua se
precipitaba contra el suelo de forma oblicua, distribuida en miles y miles de
gotas independientes que en perspectiva formaban una densa y compacta cortina
de líquido. De vez en cuando una racha de viento hacía que las ventanas y las
puertas temblaran, y se oían todo tipo de rústicos ruidos percutir por el edificio
en silencio, sin zumbidos eléctricos ni bombos metálicos dando vueltas. Una
puerta, en algún rincón alejado de la cocina, golpeaba una y otra vez contra el
marco, cada vez con más potencia, como si tratara de decir algo y se cabreara al
sentirse ignorada. Sólo era una puerta. Un relámpago iluminó toda la calle, pero
ellos no dejaron de sorber la sopa. Luego llegó el trueno. La bombilla desnuda
que colgaba del techo parpadeó un par de veces, y luego empezó a emitir un
molesto zumbido. Juan cogió el vaso de
agua y se lo llevó a la boca. Mientras tragaba agua escrutó distintos puntos
muertos de la cocina –el imán de La Cartuja de Sevilla, la tostadora, el mango de
la puerta de un anaquel... – y se preguntó si las cosas son realmente cosas o
sólo creencias. Lo había oído en alguna parte, en alguno de los documentales
que echaban estos días en La 2, o tal vez lo había leído, no lo recuerda, pero
el caso es que esa idea había persistido en su memoria desde entonces, y le
parecía misteriosa, magnífica: las cosas no son cosas, sino creencias. Por fin,
la puta puerta se cerró.
-
Joder, estás de un alegre… -, dijo ella.
-
Sí, ya ves.
El silencio que vino luego fue como un preciso y limpio eco.
-
Ah, Alberto me propuso pasar el puente de
noviembre en la casa que tiene en La Molina. Suena bien, ¿no?
-
Sí, suena bien. ¿Pero Alberto también estará
allí?
-
Imbécil… -, y sonríe un poco. – ¿Qué tienes
contra él?
-
Nada… sólo que me irrita un poco el hecho de que
haya metido su pene en tu vagina.
-
No me lo creo. ¿De verdad? ¿Otra vez? -, dice.
Juan no responde, porque es obvio que sí, que otra vez. – No teníamos que haber
ido ayer a ningún lado. No tenía que haberte dicho nada. Sabía que volverías
con esas. Joder, ¿cómo puedes ser así de capullo?
-
No lo sé, si lo supiera no sería así.
Natalia se levantó de repente, arrastrando la silla,
sonorizando su enfado. Cogió el plato de sopa a medio comer y salió de la
cocina en dirección al comedor, haciendo equilibrios para que el caldo no se vertiera
al suelo. Juan observó la escena con curiosidad, y le pareció un tanto ridículo
el contraste de tempos: el de levantarse bruscamente de la silla y el de
caminar cautelosamente con el plato de sopa en la mano.
Segundos más tarde, después de un estruendo que hizo bailar
el juego de tazas de la Toscana, la luz se fue. Todo quedó a oscuras, y más
allá de la escasa luz lunar que accedía por la ventana de la cocina y perfilaba
algunos objetos, Juan no podía ver nada. El comedor, que antes estaba en su campo
de visión en dirección a la puerta de la cocina, ya no estaba. Ya no era. El
paso progresivo de Natalia sonó desde el más allá hasta el umbral de la cocina.
- ¿Tenemos velas?-, dijo. Juan buscó a tientas hasta dar con la tostadora.
Luego deslizó la mano por la encimera hasta el primer pomo de la cajonera.
Descendió hasta el cuarto cajón, poniéndose de rodillas. Lo abrió y tentó con
las manos la multitud de objetos sin identificar hasta sentir con las yemas de
los dedos aquel cuya forma más pudiera parecerse al de una vela. Por suerte,
siempre llevaba consigo un encendedor dentro de la cajetilla de tabaco, y a su
vez, ésta, en el bolsillo de los pantalones del pijama. Juan pensó que todo
hubiera sido más fácil si hubiera tenido en cuenta ese dato antes de empezar a
hacer el gilipollas por la cocina. Colocó un vaso de tubo en el centro de la
mesa y se sentó. Encendió la vela sin prisa, apreciando el modo en el que
combustionaba y luego prendía la mecha, y la colocó dentro del tubo. Entonces
cayó en la cuenta de que Natalia estaba allí, sentada, envuelta por el tenue y ámbar halo de luz, con los codos en la mesa y un cigarrillo en la boca. Echó
el cuerpo hacia adelante hasta la vela y encendió su cigarrillo. Juan vio sus
ojos rojos y humedecidos. En la calle seguía lloviendo, y se le ocurrió que tal
vez nunca dejaría de hacerlo.
miércoles, 26 de septiembre de 2012
naturaleza muerta
-->
Dejo la luz encendida. ¿Por qué no debería hacerlo? Me pongo
los zapatos a toda prisa, cojo el maletín y salgo del dormitorio. Me cruzo con
Ana bajando las escaleras, pero no nos decimos nada, ni puto caso. Al voltear
la escalera se produce un furtivo contacto visual, pero inmediatamente
rectificamos y hacemos como si nada. Cuando cruzo por su lado trato de no respirar,
y noto como ella también trata de hacerlo. Ni eso nos concedemos, ni el aire
que compartimos. Por un instante el silencio es verdadero –eso es silencio, lo
demás son figuraciones–.
Todo lo que ha ocurrido esta mañana en esa casa es culpa mía
–de lo de ayer, ¿quién se acuerda?–, pero no puedo hacer nada. No ahora. Cojo
las llaves del coche del cuenco donde siempre dejamos las llaves del coche, y los
caramelos de menta.
Conduzco sin prestar demasiada atención en nada de lo que
hago. Pura mecánica. Acelerar, ahora derecha, ahora semáforo, frenar. Si no
tuviera un cuerpo, pienso, ahora sería sólo una nube invisible de problemas
circulando por el éter, imposible de eliminar. Una anciana se dispone a cruzar
el paso de peatones y reduzco la velocidad hasta detenerme. La señora es todo
arrugas y decrepitud, y camina trabajosamente. Viste una camisola azul con estampas
de rosas verdes y arrastra tras de si un carrito de la compra, de esos hechos
de ropa áspera y dos grandes ruedas y que debe ser el mismo que probablemente
lleva arrastrando toda la vida. Pienso que, en realidad, el carrito contiene
toda su vida, y por eso apenas puede caminar, porque pesa. Así es imposible
darse prisa.
El disco verde se enciende, y la anciana moribunda –¿quién
no lo es?– queda atrás en el camino, en algún lugar del mapa. Llegado el
momento, abro la ventanilla y saco el brazo para sentir la fuerza del viento.
Hago como si mi mano fuera un pez nadando a contracorriente, escabulléndose de
las fuertes corrientes, moviéndola de un lado hacia otro en función de la potencia
con la que baja el torrente invisible de aire.
En la radio emiten el boletín informativo de las 9:00h, y suena
la voz masculina y cálida que cada mañana suena y que con el tiempo se me
antoja familiar, amigable y más cómplice que la de muchos seres queridos. La
voz lee una noticia acerca de no sé qué político imputado por no sé qué cosa.
No tengo cuerpo para oírlo. Coloco el dedo pulgar y el índice sobre la rueda
del volumen y dejo al corrupto con la palabra en la boca. Es la única manera de
hacer callar a un político y experimentar la felicidad, aunque ambas cosas
estén cubiertas por una fina capa hecha de falacias.
Después de llenar el depósito y comprar un paquete de
chicles, subo al coche. Al cerrar la puerta el lugar cobra una sonoridad más
seca, más sensible a los sentidos. El silencio tiene eco, y el roce de mis
perneras se hace patente. Cojo más aire de lo normal y emito un largo suspiro,
porque el cuerpo me pide que lo haga, y, en realidad, me siento un poco mejor. Pienso
en Ana, en aquel tiempo en el que costaba muy poco arrancarle una sonrisa. Qué
bonita se la ve en ese pensamiento, pienso mientras me incorporo de nuevo al
tráfico.
Enfilo la glorieta y activo el intermitente derecho. Al
tomar la calle que da acceso al polígono lo veo. Hay algo en la cuneta, a unos
cien metros aproximadamente de donde me encuentro. Sé que en pocos segundos
estaré en posición de ver con claridad de qué se trata, pero ahora no puedo,
estoy demasiado lejos, y me entrego a ese absurdo juego al que me entrego
–supongo que todo el mundo lo hace– cuando, espoleado por la curiosidad, trato
de adivinar qué es aquello que los sentidos me impiden apreciar con certeza.
Puede que sea una rama procedente del pinar que flanquea la carretera,
arrastrada por el fuerte viento del Empordà hasta ese punto; o tal vez una de
esas bolsas de basura repletas –¿de qué?– con las que señalizan
provisionalmente la carreteras antes de clavar los mojones; o bien un pedazo de
neumático, el vestigio de lo que un día fue un grotesco accidente nocturno. Me
digo a mí mismo que no sea ingenuo, que no es nada de eso, que es otra cosa,
algo que ya estoy harto de ver a lo largo de ese verano. A medida que avanzo más y
más el bulto va cogiendo forma, y se empiezan a descubrir en él matices hasta
ahora ocultos: sombras, volúmenes y texturas. Chasqueo la lengua y niego con la
cabeza. En cuestión de milésimas al bulto le salen patas, y una pequeña cabeza
emerge de la tangente de su lomo, y luego unos ojos, que aún brillan. Es un
gato. Un gato muerto, de rayas blancas y anaranjadas, tumbado en decúbito
lateral, sobre un pequeño charco de sangre.
Esa noche me cuesta dormir, y trato de clavar la mirada en
algún punto de la habitación oscura. Ana se ha colocado de espaldas a mí, al
filo del colchón, supongo que para evitar cualquier contacto fortuito con mi
cuerpo. Pienso que es como dormir solo, como estar en cualquier otro sitio del
planeta menos en esa cama, y no le encuentro ningún sentido. Antes de empezar a
fingir que dormíamos hemos intercambiado un par de comentarios. Que si “has
sacado el salmón del congelador”, que si “mañana hay que pagar el recibo de la
luz”. Ahora, ni eso. Me levanto, salgo del dormitorio sin hacer ruido y bajo
las escaleras hasta el salón. Me tumbo en el sofá y me duermo viendo uno de
esos concursos estúpidos que echan de madrugada por la puta tele.
La mañana siguiente lo vuelvo a ver. Dejo atrás la glorieta,
y allí está. Exactamente igual, en la misma posición en la que estaba 24 horas
antes: en decúbito lateral, los ojos abiertos y el charco, de un color más
negruzco. Después de eso y aquello, ya me había olvidado por completo de él, y
al verlo de nuevo me invade una sensación de retorno existencial. Un dejavú, que se dice. Aunque,
técnicamente no es sino la repetición de un momento real ocurrido pocas horas
atrás: yo viendo un gato muerto. Miro fijamente el cadáver a medida que me
acerco, sin prestar atención en la carretera. Pienso en el animal sin vida, horas
antes, cuando aún era de noche, solo, en el borde de una fría y muda carretera
sin coches. Eso es lo que se debe entender como ‘naturaleza muerta’. Siento un
cosquilleo asfixiante en el pecho, algo que se mueve dentro de mí. Entonces
pongo la mirada en la carretera –o eso parece– y empujo el pedal del acelerador
hasta el tope. Alcanzo los 100km por hora, y luego retiro el pie del
acelerador, y el coche se relaja, y yo también.
miércoles, 12 de septiembre de 2012
7 Vidas
Apenas había
cumplido diez años y ya había calado en mi pequeño y enclenque cuerpo la idea
de que en este mundo, si quieres ser moderadamente feliz, has de ser el
mejor en algo. Por aquel entonces no conocía mucha gente, mi mundo “social” se
limitaba a mi familia, mis compañeros del “cole” y algún que otro ser difuso
que surgía a través de los anteriores. Si a esto le sumas que la televisión ya
era para mí el principal canal de información y que a ésta no parecía
importarle la inexistencia de ningún tipo de filtro ni explicación, lo normal,
al menos para mí, fue suponer que existía una cosa en el mundo en la que cada
uno podíamos ser el mejor (de todos los tiempos, si me apuras). Sólo había que
buscar; lo de perseverar era algo que habría de abordarse después del hallazgo.
La tarde de
autos el objetivo era convertirse en un patinador tan enorme haciendo trucos,
tan apabullante en el halfpipe y tan
superior en el arte del grinde, que el mismísimo Tony Hawk quedaría ensombrecido y olvidado por la multitud, la cual
no tendría más remedio que adorarme y seguirme en mis giras internacionales, convirtiéndose
en fervientes compradores de mi merchandising.
La cosa no fue tal y como yo la había imaginado al seleccionar mi tabla en
aquella pequeña tienda de la plaza del pueblo. De hecho, todo fue al revés.
Con la última
cucharada de yogurt y una mirada de impaciencia gané el cielo de la ensoñación.
Obtuve mi permiso, corrí a por la tabla, la fundí bajo mi brazo. Lo que siguió
fue una carrera desenfrenada hasta el que poco más tarde se convertiría en el
parque de mi desaliento. Allí traté de imitar a los chicos mayores que yo, empezando
por cosas sencillas, como dar un pequeño saltito o bajar desde un banco de
piedra y caer sobre el patín. Hiciese lo que hiciese el resultado era siempre
el mismo: mis huesecillos acababan repiqueteando contra el duro suelo del
parque (en otro tiempo cubierto de arena), en mi piel batallando el rojo y el
blanco más puros del raspón, y en mis ropas cada vez más suciedad y desgarrón.
Con cada caída
oía sin escuchar el murmullo de una mujer. Por los comentarios que hacía, no
parecía que estuviese en plenitud de facultades, lo que no evitaba que la que
entonces me pareció una puta bruja fruto de la endogamia más deplorable, al
prestarle atención, me hiriese en lo más profundo de mi ego, pequeño y ya
suficientemente maltratado por las propias caídas. Mientras hacía balance
intentando averiguar si me dolían más los huesos o la vergüenza, aquella pobre
mujer pronunció la única frase que le recuerdo, aquella a la que hoy me has
hecho regresar: “Este niño tiene siete
vidas, es como un gato”.
Muchos años
después, al desvelar los misterios que la vida o el destino o el jodido club
Bilderberg me habían deparado (me fumo un puro en la noche oscura del alma),
llegué a creer en la posibilidad de que la demencia de esa mujer fuese un
enigmático canal con lo sobrenatural, en que ciertamente podía tener siete
vidas, “como un gato”. Cree mi propia
identidad secreta, la del hombre gato. Los siete hombres gatos. Y así seguí mi
camino, que era mío y de nadie más.
Hasta que
llegaste tú y contigo el giro copernicano de la teoría de la bruja del parque.
La esencia se mantuvo con tu aparición cuasi-onírica; el niño seguía teniendo siete
vidas, sin embargo, descubriste que ninguna
de las siete vidas a las que aquella pobre chiflada se refería le pertenecían
en realidad. Sus siete vidas no eran sino las siete mujeres que amaría en su
vida, ni una más ni una menos.
Darme cuenta de que con tu tacto habías
descifrado un épico sino me conmocionó. No dije nada. Me limité a admirarte, a
cuidarte como a mí me hubiese gustado ser cuidado, me limité a alargarme la
vida. Ya había contado algún desamor de niñez, más ira en la adolescencia y el estupor y las lágrimas de mi propio salitre
aún estaban frescos cuando te conocí con aquel vestido de lo que por tus
tierras llamáis “topos”. Eso no me
dejaba mucho margen. Tú eras la vida del despertar sereno, y contigo a mi lado
la prisa no tenía cabida. Si hoy no éramos capaces de todo, mañana nos despertaríamos
con ganas de más jaleo, de probarnos, de ponernos ebrios y pelear en un billar.
Hoy me muero
por cuarta o quinta vez y pienso en que soy tan joven que lo de aquella tarde
en el parque bien pudo ser una maldición, que si soy un gato soy de esos negros que
asustan al más pintado en la penumbra del invierno húmedo que le dejas a mis
huesos. Pero no, los gatos caen de pie, como Tony Hawk cuando decide que la
exhibición ha terminado, y yo sólo supe rodar para lastimar la otra rodilla, buscando
el daño nuevo que evita el viejo. Supongo que aquella sólo era una bruja loca
que se burlaba de un niño triste. Que el giro copernicano no fue. Que ni tú eres
mi vida, ni yo tengo siete que malgastar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)